martes, 12 de agosto de 2014

Fuera y dentro la cápsula

¿Los músicos son conscientes de lo que hacen cuando lanzan sus canciones al mundo? ¿Saben que, al igual que escritores, pintores y demás artistas, cuando sueltan sus obras al exterior, de cierta forma dejan de ser suyas? Porque la gente las coge, y a los que les gustan, las hacen suyas, encuentran mensajes totalmente distintos a los que quería transmitir el creador, pero ya es demasiado tarde para cambiar esa primera versión, esa primera escucha decisiva, desde la cual el oyente se cuelga de la manera más literal de un tema, y se siente reflejado en cada verso, en cada estrofa.

Hay músicos que odian que suceda eso, e insisten, insisten una y otra vez, que la canción no va sobre esto, sino sobre aquello. Y el oyente también ve el mensaje y lo comprende, pero sigue prevaleciendo el primero, el original. Es inevitable y en cierta manera, irreparable.

Nadie puede cambiar que se te pongan los pelos de punta cuando empieza la canción, esos primeros acordes que podrías distinguir entre un millón, y luego la voz, inconfundible también, en perfecta sintonía con el resto de instrumentos que se van incorporando. Porque aunque sea de manera inconsciente, cuando te gusta mucho una canción, terminas identificando cada instrumento, cada efecto, cada coro. Y el estribillo, eso que puedes tararear en el momento más inesperado, porque es lo contagioso, lo reiterativo. El método que siempre te decían para aprender: si repites mucho una lección, al final se te queda grabada a fuego en la memoria. Igual sucede con los estribillos.

Y cuando la canción va avanzando, va subiendo el ritmo, como si fueras en el carro de una montaña rusa y empezaras a subir, pero sin miedo, sino disfrutando del viaje, deleitándote con los acordes suaves de los teclados, estremeciéndote con cada guitarra que vaticina lo que vendrá, descubriendo pequeños detalles en los que no habías reparado antes, todo ello con el telón de fondo de batería y bajo acompasados de tal manera que son el latido del tema, como el latido humano que sólo escuchas cuando le prestas toda tu atención. No quieres que se acabe ese momento pero también tienes ganas de llegar a la cúspide, allá donde reina el silencio, un silencio de no más de dos segundos, pero perfectos, el silencio oportuno en el momento correcto, para luego sumergirte de golpe en el estruendo final, allí donde se combina todo de golpe: voces más agudas, batería más insistente, guitarras y bajo rasgados con energía, y los teclados que te han acompañado durante todo el viaje. Una sinergia redonda, el mejor broche de oro para cerrar un tema, previos segundos a la batería que es como el The End en las películas en blanco y negro, y una milésima más tarde, los teclados, volviendo a empezar mientras desaparecen poco a poco, y una cuerda perdida que desaparece sin ser vista.

Y se acabó la canción, dejándote un regusto agradable en la boca, el corazón comprimido en "un-puño.rar", pero sobre todo una sonrisa que pocas canciones pueden provocarte. Las canciones que realmente importan, aquellas que la gente hace suyas, porque sólo de esa manera perdurarán en el tiempo.