Llegó el gran día. No importa dónde, ni cómo, ni
siquiera si has dormido la última noche. Hoy sólo existe una palabra, una idea,
un concepto, un tema de conversación, un sueño: el concierto. No crees que haya
llegado el día, si hace apenas unos meses andabas de un lado para otro buscando
vuelos, descargando planos, y gastándote una millonada en teléfono móvil.
Pero ha llegado. Hoy es el gran día. Tienes lo
imprescindible: algo de beber y algo de picar para las largas horas de espera
en cola, unas cuantas capas de ropa si es invierno, el dinero, el móvil, la
entrada, importantísima, el billete de vuelta al hotel, y la cámara de fotos
para inmortalizar cada momento, y el escondite donde la vas a meter para cuando
abran las puertas. Está todo planeado. Quedan 10 horas para la apertura de
puertas.
Pero lo más importante, la entrada. Es lo primero
que confirmas que está dentro de tu bolso, y que revisas cada cinco minutos no
vaya a ser que le salgan patitas y prefiera irse de turismo a estar en el
concierto. Y revisas la hora de apertura de puertas, y miras tu reloj, y
observas cada movimiento de los guardias que empiezan a multiplicarse, y la
gente de tu alrededor que comienza a armar escándalo, y estás atenta a los
rumores sobre avistamientos de monovolúmenes con cristales tintados (“¿Serán
ellos?”, “Los han visto en tal sitio”, “Ya han salido del hotel”, “¡Ya están
ensayando!”), y algo se palpa en el ambiente. Cada vez más tensión, cada vez
más risas nerviosas, más miradas con mensajes ocultos, más movimientos
sospechosos de los de seguridad y de la tía que se te intenta colar, y gente
que se levante y echa a correr en dirección a la parte trasera del recinto, y
móviles sonando por doquier, y el pesado que hace reventa, y las que retocan a
última hora la pancarta a todo correr. Puro estrés. Y quedan 5 horas para la
apertura de puertas.
Las piernas te duelen, tienes el trasero plano de
estar tanto tiempo sentada, el calor del sol es asfixiante, y la cabeza te
marcha a mil por hora. Decides levantarte y dar una vuelta con alguien, para
ver los alrededores y estirar las piernas. Y para probar a ver si suena la
flauta y los ves. Obviamente no lo dices, pero lo piensas. Ahí vas tú, armada
con tu cámara, haciendo fotos de todo por puro aburrimiento. Haces fotos al
estadio desde todos los ángulos posibles, haces fotos a esa columna extraña
cuya función no consigues ni imaginar, haces fotos a las piedras, a las flores,
a tu acompañante haciendo el ganso, autofotos haciendo el ganso también, fotos
de los dos haciendo el ganso al mismo tiempo, a la posible entrada por la que
ha pasado o pasará la banda, a los camiones que traen y montan el escenario, al
macizo que descarga cosas de él, a la posible puerta por la que te dan ganas de
colarte, a esa misteriosa furgoneta oscura con cristales tintados… Y aún quedan
4 horas para la apertura de puertas.
Vuelves a tu sitio, percatándote de que la gente
ha empezado a levantarse. No hay nada que indique que vayan a prepararnos para
entrar. Como siempre, te pones en lo peor. De pie lo tienen más fácil para
colarse, seguro que es eso. Así que corres rauda a tu sitio, ese hueco que
tenías para sentarte con las piernas estiradas y medio recostada ahora se ha
convertido en un metro por un metro donde malamente te sientas con las piernas
encogidas. Resoplas. La gente que está de pie a tu alrededor te da sombra, pero
al estar más cerca, te da más calor, y eso si tienes la suerte de que no te
pisen. Total, tú también acabas poniéndote de pie. Observas tu reloj, por si
posees un poder oculto de telequinesis para que las agujas se muevan más rápido.
Relees la entrada, por si acaso la entrada, como ente vivo que es, ha cambiado
la hora de apertura. Te entretienes con el logo que brilla en un color u otro
según le dé el sol, criticas el diseño del trozo de papel para bien o para mal,
tu grupo y tú habláis sobre las diferencias entre las entradas o exponéis
vuestras teorías sobre esos números extraños que hay en los laterales de las
mismas, evitáis a toda costa prestar atención a las anotaciones agoreras que
hay en la parte trasera del papel, no vaya a ser que se gafe el concierto. Se
acaba todo el entretenimiento que se os ocurre. Y quedan 2 horas para la
apertura de puertas.
Unos ruidos metálicos provocan un silencio que dura un segundo, seguido de un alboroto generalizado. Las miradas severas de los seguratas intentan convencer de que más vale no darles problemas. Pobres ingenuos. No saben lo que les espera. Recoges todo corriendo, colocas la cámara de fotos en su escondite por si las moscas, agarras bien fuerte tu entrada y empiezas a sacar los dientes a cualquiera que haga movimientos sospechosos contra ti o contra alguno de tus acompañantes. Comienzas a ponerte en posición, planeas la estrategia de entrada al estadio al milímetro como si estuvieras en la III Guerra Mundial, todo tu grupo tiene que llegar a primera fila sin desintegrarse. Si no es el primero al que vas, sabes que es una tarea muy difícil, pero no imposible. Dais las últimas instrucciones: "cuidado con los escalones", "no os separéis", "agarraos bien y expandiros todo lo que podáis en la valla" y demás señas. Los seguratas han terminado de poner las vallas y de intentar formar filas para facilitar la entrada. Y queda una hora para la apertura...